Yo, Livia

Yo, Livia

Yo, Livia

Livia Drusilla fue la mujer de Augusto, primer emperador de Roma. Primero se había casado con su primo, Tiberio Claudio Nerón, a quien dio dos hijos: Tiberio Claudio Nerón, futuro emperador, y Druso, gran general. Después se casó con Augusto y ya no tuvieron más descendencia.

Para que podáis ubicarla también en la dinastía romana, Livia fue abuela de Germánico y Claudio, bisabuela de Calígula y Agripina la Menor y tatarabuela de Nerón. Hay estatuas de ella en el Louvre de Paris y en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.

-Livia, acércate a la ventana que te vean bordando las togas. Recuerda lo que hablamos, debes ser un ejemplo para el resto de mujeres romanas-

-Si Cayo Octavio, ya lo sé, me lo has repetido hasta la saciedad. Ojalá fueses tan insistente en otras cosas-

-¿En otras cosas? ¿En qué cosas, mujer?-

-Pues por ejemplo en lo que respecta a tu salud. Cada vez comes menos, no te abrigas lo suficiente, pasas demasiado tiempo yendo de un lado a otro… Y tú no eres como los demás Cayo Octavio-

-No me llames así, sabes que prefiero que utilices Cayo Julio César-

-Cayo, haz el favor, con tus senadores aduladores haz lo que quieras, pero a mi déjame en paz. Sé perfectamente lo que tengo que hacer. Yo coseré al lado de la ventana para que el resto de mujeres me vea. Me comportaré de manera austera, seré tu recatada aliada en público y vigilaré que nuestra descendencia haga lo propio. ¿De acuerdo?-

-Desde luego Livia Drusilla, deberías aprender a contenerte-

-Sé perfectamente cuando tengo que contenerme-

La estancia quedó en silencio cuando el princeps salió por la puerta de la austera vivienda del Palatino. Livia Drusilla resopló y los rizos de su cabello cobrizo se alzaron levemente descubriendo su frente.

Había unos niños jugando en la calle, uno de ellos alzaba un palo delgado y arengaba a sus legionarios a luchar por la protección de la República. El otro, simulando una voz grave de ultratumba hacía el papel de deidad cruel e insaciable y se iba comiendo uno a uno a los componentes del imaginario ejército del supuesto centurión de metro diez.

Livia no pudo evitar una risotada. Inmersa en aquella dinámica infantil su mente volvió a traerle aquel recuerdo que últimamente estaba perturbando sus rutinas más de lo deseado.

En la rememoración, Tiberio Claudio Nerón, su primo y primer marido, se acercaba a los aposentos en los que Livia descansaba con el bebé. Tiberio alargaba la mano y acariciaba la mejilla de su primogénito. Livia no podía dejar de mirarle, estaba totalmente embelesada.

-Emana algo especial ¿verdad?- le decía ella guiando la mano de su marido por el rostro del pequeño. -Tiberio tiene una energía especial. Yo la siento. ¿Tú la sientes?-

Livia cerró los ojos con fuerza y volvió al presente. Se acercó a un arcón de madera forrado de bronce y hierro que estaba situado en la esquina de la habitación. De él extrajo una caja adornada con cuentas y extraños grabados. Se sentó en el triclinio y posó la caja sobre sus rodillas. Abrió el pequeño cofre y varias joyas yacían en su interior. Livia Drusilla acarició con sus dedos una de ellas, era un broche adornado con una piedra preciosa extraña de un color azul muy vivo. Estaba rodeada por un cordón de cobre que acababa reproduciendo la cabeza de una serpiente. La mujer apretó con fuerza el talismán y se lo acercó al pecho. Al momento comenzó a recordar de una manera muy vívida el olor de su propio cabello quemándose. 

Años atrás, cuando ella misma formaba parte de la lista de enemigos de su actual marido Cayo Julio César, había tenido que atravesar un bosque en llamas para salvar su vida y la de su hijo Tiberio. Aquel monte en Grecia se había convertido en una auténtica tea y Livia y su bebé corrían desesperados junto a dos de sus guardianes. Sintió que el cabello se prendía y sus ropas comenzaban a arder. Con un movimiento decidido, Livia dejó caer su capa, apagó las pequeñas llamas de su cabeza con sus manos desnudas y se desvió del camino. Madre e hijo se adentraron en lo que parecía una pequeña cueva y a los pocos minutos llegaron la pareja leal de soldados, habían conseguido despistar a los perseguidores. Livia se apoyó en una de las paredes de roca y miró a su hijo. El destino de este niño era ser grande, los dioses así se lo estaban corroborando.

Éstos parecían recuerdos de otra vida. Perteneciente a la gens Claudia, una muchacha joven y fuerte como ella, por cuyas venas corría sangre de grandes personajes romanos, acostumbrada a rodearse de eruditos, poetas, senadores y pretores, había tenido que vivir huyendo por el Mediterráneo como una forajida para proteger su vida y la de su primogénito. Y todo por haber elegido el bando equivocado. Por fortuna todo parecía que estaba volviendo a su cauce, no sin grandes sacrificios.

Livia se recompuso rápidamente, guardó la joya en el cofre, no podría lucirla en la ceremonia de aquella tarde en el Senado. Llamó a dos esclavas para que le ayudasen con la vestimenta y mientras éstas preparaban el atuendo, Livia contemplaba el paisaje por la ventana, volviéndose a perder de nuevo en sus pensamientos.

Su actual marido y antiguo perseguidor, Cayo Julio César, iba a recibir el cognomen de Augusto en unas horas por mandato del Senado. Se convertiría entonces en Imperator Caesar Augustus, el hombre que estaba devolviendo la gloria a esta República de locos ambiciosos, el hombre que estaba reescribiendo la historia y construyendo no solamente un auténtico imperio a todos los niveles, sino también una sociedad ejemplar que sería recordada durante siglos. 

Pero Livia sabía que, pese a haberse quedado prendada de él nada más conocerle, hechizada completamente por aquella aura de poder, porte e inteligencia, y sentirse orgullosa de poder ser parte de este plan de rehacer Roma, no podía olvidar su principal cometido.

Ella era conocedora de la misión que le habían encomendado los dioses. Lo supo desde el primer momento que miró a los ojos a su pequeño. Lo corroboró después de salir vivos tras cada persecución. Y lo veía cada día cada vez que Tiberio ejecutaba a la perfección los mandatos de su padrastro. Tiberio era el llamado a gobernar el mayor imperio conocido. Y ella se aseguraría de que la misión se cumpliese. Costase lo que costase. Se interpusiera quien se interpusiera.

Este personaje, Livia Drusilla, ya apareció en el artículo sobre Augusto Emperado, puedes leerlo aquí.

Este relato es historia ficción. Muchas de las cosas que se cuentan, al parecer, sucedieron así. Lo que no está del todo claro, y aquí comienza la inventiva, es que Livia estuviese tan convencida de que su hijo tuviera que ser emperador. Hay historiadores que comentan que, efectivamente, Livia tuvo que ver en algunas muertes inesperadas de sucesores, con la finalidad de despejar el camino a su hijo. Otros dicen que son habladurías y que Livia conocía perfectamente el carácter de su primogénito y eran del todo compatibles.

Sea como fuere, está claro que esta es una escena típicamente romana que podría haberse dado perfectamente allá por los primeros siglos de la era conocida.

Recreación del rostro de Livia con Photoshop, puedes verlo aquí.

Acabo de encontrar este canal en el que se recrean rostros de personajes de la historia a través de los bustos, estatuas y pinturas. La imagen de portada es de este canal.

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Anita Balle

Publicista y Autora de este Blog

La parte cotilla de todo esto

Publicista, estudiante de Psicología y Morfopsicología. Aprendiz de coaches y otros mentores. Madre de familia y pareja de ingeniero. Actualmente viviendo en Hamburgo.

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