La perfección  y el ansia de poder de Augusto emperador

La perfección y el ansia de poder de Augusto emperador

La perfección y el ansia de poder de Augusto emperador

Te voy a contar parte de la historia del Emperador Augusto. El primer emperador de Roma, y el que más años estuvo en el poder.

Una historia que ríete tú de las series de Netflix y los culebrones modernos. La vida de este hombre daría para seis temporadas al menos, y sus correspondientes memes y chistes en las redes sociales.

Una historia de ansias de poder y control y de idealismo elevado, una mezcla explosiva antes de Cristo.

Augusto, el emperador que se quitó a la República de en medio para hacerse con el poder absoluto.

Y que gracias a ese poder absoluto reencauzó al Imperio, acabó con las guerras civiles, aseguró las fronteras, promovió el arte y la literatura -y la propaganda política, ya de paso-

Sabía lo que tenía que hacer para perfeccionarlo todo, para estructurarlo todo.

Fallo que asomaba, fallo que arreglaba.

Y sus logros, tanto bélicos como estructurales del Imperio fueron tales, que los romanos lloraron su muerte durante años.

Bueno, no todos. 

 

El ideal de sociedad romana

 

En uno de sus arrebatos de control, se pasó de frenada.

Augusto se obsesionó con cómo debían comportarse las personas y creó una serie de leyes relacionadas con la familia, y en concreto con las mujeres, basándose en su ideal de lo que debería ser la sociedad romana.

Las mujeres, sobre todo, debían ser ejemplares esposas y madres. Tenían la obligación de casarse, incluso después de enviudar y aún habiendo tenido ya hijos. Y debían obediencia al pater familias, al hombre más anciano de su familia.

Obviamente, a la larga, esto no pudo ir bien, empezando por la propia familia del emperador.

Y es que ¡menuda decepción!, las mujeres de la familia de Augusto no cumplieron sus expectativas y acabaron mal. Muy mal. 

Exilió a su única hija, la madre de los que podrían haber sido sus herederos, y la dejó olvidada completamente en un trozo de roca flotante. Había rumores -y pruebas también, al parecer- de haberle sido infiel a su marido.

Exilió también a sus nietas, que según él no se comportaban como debería ser y tuvieron la osadía de cuestionar su política de romanas ejemplares.

Tuvo que ser una frustración para el “pobre” Augusto haber tenido que soportar estos fallos personificados en su propia familia.

Y tuvo que ser doblemente frustrante porque su ansiado heredero no aparecía.

Porque esa fue otra, el dichoso heredero. Otra cosa que tenía que ser perfecta.

 

El heredero ideal nunca llegaba. La maldición de Augusto

 

Augusto, como todos, estaba empeñado en que su sustituto tenía que ser de su sangre. Que sus trazas de ADN estuviesen por algún lado. No vaya a ser que volviese la República.

Y aquello se convirtió no solamente en otra obsesión, sino también en una maldición, pues cada heredero que designaba, se moría. 

Su sobrino Marcelo, el primero que murió. 

Después designó a su mano derecha, el general Agrippa, que cayó fulminado por unas fiebres.

Sus nietos Lucio y Cayo, hijos de su hija la exiliada, muertos en el extranjero haciendo lo que el abuelo quería que hiciesen: formarse para emperadores.

Su otro nieto, Agrippa Póstumo, hijo de Agrippa padre, exiliado por conspirar contra él. Seguramente acojonado por la que se le venía encima.

Germánico, el último heredero haciendo cábalas, muerto de adolescente. Ya me lo imagino escondiéndose detrás de los triclinium para que nadie le nominase para tal terrible destino.

Un desastre

Un desastre además teniendo en cuenta que divorció matrimonios y casaba a sus nietas, nietos, generales y demás con quien a él le daba la gana. 

Y claro, esto no hacía mucha gracia.

Entonces ¿quién fue el sucesor de Augusto? ¿Quien heredó la responsabilidad de mantener el tremendo Imperio que había forjado?

 

Tiberio, al que no tragaba

 

Augusto no tuvo hijos de sangre, pero tenía un hijastro.

Su tercera mujer, Livia, parecía ser la única que cumplía con sus ideales.

Aunque ella había sido esposa de uno de sus enemigos y ya tenía dos hijos cuando se casó con Augusto, cumplía con todos los requisitos de lo que Augusto consideraba una buena esposa.

Discreta, educada y siempre al servicio de su maridito. Las malas lenguas dicen muchas cosas sobre ella, por ejemplo que hizo lo posible para que uno de sus hijos fuese el heredero. Pero parece ser que fueron habladurías.

La realidad es que el matrimonio fue muy bien avenido, eran como un equipo. Augusto murió en los brazos de su mujer.

Uno de aquellos hijos que tuvo Livia antes de casarse con Augusto, era Tiberio.

Tiberio pasó su vida adulta cerca de Augusto, siendo testigo de todo lo anterior, pues era el mayor de todos.

A Augusto le caía mal Tiberio.

A Tiberio le caía mal Augusto.

Augusto le hizo la puñeta todo lo que pudo y más. Perrerías. De hecho lo primero que hizo cuando se casó con Livia fue separarlo de ellos y mandarlo lejos.

Pero Tiberio sobrevivió a todos, quizá porque nunca fue designado sucesor y no le afectó la maldición.

No hubo más narices que ponerlo de Emperador.

Seguramente Augusto se murió con rechinar de dientes pensando en todas las imperfecciones de Tiberio, de sus hijas, y de su familia en general.

Augusto, el emperador que lo quería todo correcto y en su sitio. Que tuvo el poder absoluto, y no se conformaba con ello. Que supo ordenar un imperio de una manera extraordinaria pese a las incesantes amenazas extranjeras. 

Pero que no pudo gestionar la caótica normalidad de su propia familia.

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Bibliografía

 

 

https://augusto-imperator.blogspot.com/2016/11/la-sucesion-augusto-y-tiberio

https://lacasadelrecreador.com/es/blog/82-octavio-augusto-problemas-en-la-familia-imperial

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/augusto-reformador_8420

 

Biografía de César Augusto, el primer emperador de Roma

 

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[…] Este personaje, Livia Drusilla, ya apareció en el artículo sobre Augusto Emperado, puedes leerlo aquí. […]

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