Por qué tener planes te mantiene vivo

Por qué tener planes te mantiene vivo

Por qué tener planes te mantiene vivo

Tener planes no es de personas cuadriculadas: es de personas que están vivas.

En el mundo del desarrollo personal abundan las ideas contradictorias. Por un lado, están quienes promueven la disciplina férrea, el logro constante, los objetivos a cinco años y el culto al esfuerzo.

Por otro, quienes defienden el fluir, el presente absoluto, el desapego de toda estructura y la sospecha hacia cualquier tipo de planificación.

Ambas posturas tienen su parte de verdad… y su parte de trampa. Como siempre, en el equilibrio está la virtud.

Porque lo cierto es que tener objetivos no debería verse como una traición a la autenticidad. Al contrario: los planes, cuando son propios, nos dan una dirección y una estructura coherente con nosotros mismos, con cómo somos.

Y sobre todo y lo más importante, nos recuerdan que seguimos vivos, que aún hay algo hacia lo que queremos caminar.

A veces ese plan es tener hijos, o hacerse una piscina o comprarse una casa, o cambiar de ciudad… Quizá estudiar algo nuevo.

Lo que importa no es tanto el contenido del plan, sino lo que representa: un paso hacia adelante. Una decisión.

Lo que podemos observar hoy en día es que nos hemos vuelto tan escépticos con los modelos tradicionales de vida, que hemos empezado a rechazar cualquier estructura.

Es decir, en cuanto escuchamos la combinación «estudiar+buscar pareja+casarse+tener hijos+comprarse una casa» nos pensamos que estamos siguiendo los designios de otros, que somos poco originales, que eso es antiguo, que es una alienación o vete tú a saber.

Pero… ¿y si no es así?

¿Y si parte del bienestar personal tiene que ver con sentir que avanzas, con ver que hay un trayecto, una coherencia, un sentido?

¿Por qué renegar de una combinación que parece obvia para el ser humano, dentro de la flexibilidad de que cada uno puede llevarla a cabo libremente y en su forma, orden y estilo particular?

Lo vamos a ver desde la psicología social, desde lo biográfico y desde el simple sentido común.

Porque, como veremos más adelante, hay algo profundamente humano en eso de tener un plan. 

Somos complejos

Somos seres que nos debemos a diversas necesidades, como son las necesidades físicas, las espirituales, las sociales, las psicológicas…

El ser humano es complejo, y complejas son sus explicaciones y sus disertaciones.

Complejos son sus comportamientos y sus intenciones, sus motivaciones y sus necesidades.

Por mucho que queramos simplificarnos, la realidad es que hemos llegado hasta aquí gracias a nuestra complejidad. Así que no reneguemos de ella.

Nos hemos pasado de frenada con la desprogramación

Vivimos en una cultura que valora mucho la libertad individual, la espontaneidad, el vivir sin ataduras. Hoy en día tenemos a nuestro alcance un sinfín de formas de distraernos: ocio, viajes, planes con amigos, estímulos constantes.

Pero a veces, detrás de esa libertad, lo que hay es una falta de estructura. Y esa falta de estructura, aunque no lo parezca, puede ser lo que de verdad nos impide estar mejor.

Hace poco hablaba con una chica de treinta y muchos que me decía que, aunque su vida parecía estar bien —con trabajo estable, amistades, escapadas frecuentes— sentía que algo no terminaba de encajar.

Quizá conozcas a alguien así. Alguien que ha seguido más o menos el camino esperado, que aparentemente lo tiene todo bien montado, pero que por dentro vive con la sensación de estar esperando que pase algo más.

Como si faltara una dirección clara, un propósito o un proyecto que diera coherencia a todo lo demás.

Ahí fue cuando conecté con una idea que llevaba tiempo rondándome y que quiero desarrollar aquí:

Hemos desmontado los antiguos modelos vitales (casarte, tener hijos, comprarte una casa, tener un trabajo estable, etc.) porque los veíamos como una cadena, como una estructura impuesta, como una trampa de la sociedad capitalista, burguesa o como quieras llamarla.

Pero en ese acto de rebeldía nos hemos quedado muchas veces sin ninguna estructura. Y eso tampoco funciona.

Está muy bien vivir sin planes cuando tienes veinte años. Es una etapa que, de hecho, se beneficia de cierta flexibilidad y exploración. Pero si eso se mantiene en el tiempo, puede convertirse en un lastre.

Porque el cuerpo cambia. La mente cambia. Y tú cambias.

Llega un momento —a los treinta y tantos, a los cuarenta o incluso antes— en que lo que necesitas ya no es tanto estímulo nuevo, sino cierta sensación de construcción. De estar asentando algo. De estar haciendo algo con sentido.

Y si no has entrenado esa parte —la de sostener procesos, comprometerte con algo a largo plazo, renunciar a ciertas cosas para construir otras— entonces el paso de etapa se hace pesado.

Te cuesta más empezar algo serio porque llevas demasiado tiempo posponiéndolo. Has vivido como si siempre fueras a tener veinticinco años… pero no los tienes.

Y es ahí donde te das cuenta de que, por evitar el camino establecido, te has quedado sin ninguno.

Las etapas de Erikson

El desarrollo humano no es una línea recta ni un estado fijo. Es un proceso continuo que se estructura en etapas, y cada una de ellas implica una tarea, un reto, un conflicto que debemos atravesar para seguir creciendo de forma sana.

Esto lo explicó el psicoanalista Erik Erikson, que propuso una teoría del desarrollo dividida en ocho etapas psicosociales.

Cada etapa representa una crisis vital que, si se resuelve de forma adecuada, da lugar a una virtud o fortaleza personal.

LAS ETAPAS SON:

Confianza vs. Desconfianza (0-1 año): El bebé aprende si puede confiar en el mundo. Si es bien cuidado, desarrolla la virtud de la esperanza.

Autonomía vs. Vergüenza y duda (1-3 años): El niño empieza a ganar control sobre su cuerpo y su entorno. Si se le apoya sin sobreproteger, desarrolla la voluntad.

Iniciativa vs. Culpa (3-6 años): El niño quiere actuar, tomar decisiones, imaginar. Si se le alienta sin castigarlo en exceso, desarrolla el propósito.

Laboriosidad vs. Inferioridad (6-12 años): Empieza la etapa escolar. Se pone a prueba su capacidad de aprender y cooperar. Si se le valora, desarrolla la competencia.

Identidad vs. Confusión de roles (12-19 años): El adolescente busca su lugar en el mundo, construye una identidad propia. Si lo logra, surge la fidelidad (a uno mismo y a sus valores).

Intimidad vs. Aislamiento (20-40 años): Es la etapa de construir vínculos íntimos, afectivos y auténticos. Si se logra, aparece el amor como capacidad de entrega sin perderse en el otro.

Generatividad vs. Estancamiento (40-65 años): Aquí es donde se conecta directamente con el tema que nos ocupa. La persona busca contribuir más allá de sí misma. Se trata de crear, cuidar, construir, dejar huella. Si no lo logra, aparece el estancamiento: la sensación de que todo se repite, de que no se está construyendo nada con sentido.

Integridad del yo vs. Desesperación (65 años en adelante): La persona revisa su vida. Si puede aceptar su historia con serenidad, aparece la virtud de la sabiduría. Si no, surge la amargura y la desesperación.

Este modelo es clave para entender que la vida no es solo presente ni solo libertad. También es estructura, sentido y proyecto. Es necesario avanzar.

Cuando no pasamos de etapa

Ahora bien, es importante decirlo: las edades que propone Erikson no son una regla fija. Son orientaciones.

La idea no es que uno solo pueda tener hijos a los 40 o emprender a los 50. Lo que él plantea es que hay momentos en los que ciertas necesidades y retos vitales se activan con más fuerza.

Por ejemplo, en el caso de la generatividad —que él sitúa entre los 40 y los 65 años—, lo que está señalando no es tanto una fecha concreta, sino una etapa del desarrollo adulto en la que se hace evidente la necesidad de crear, de sostener, de construir algo que no solo tenga sentido para uno, sino que pueda mantenerse más allá de uno mismo.

Esto puede aparecer antes, claro. Muchas personas lo sienten mucho antes. Pero lo que sí está claro es que llegado un momento, esa necesidad emerge con más peso.

Y si no ha habido cierto entrenamiento interno para asumirla, puede hacerse cuesta arriba.

Lo que vemos cada vez más es que muchas personas prolongan de forma indefinida una etapa de juventud expandida. Siguen con los mismos hábitos, el mismo estilo de vida, la misma forma de relacionarse que tenían diez o quince años antes.

Y aunque por fuera parezca que todo encaja, hay algo dentro que empieza a chirriar. El cuerpo ya no responde igual, los intereses cambian, y algunas experiencias que antes ilusionaban empiezan a perder fuerza.

Lo difícil no es que eso pase. Lo difícil es que no nos damos cuenta. Y cuando queremos reaccionar, sentimos que ya es tarde. Que hemos dejado pasar demasiado tiempo sin mover ficha.

La propuesta de Erikson nos recuerda que vivir bien no es estirar las etapas que ya conocemos, sino aprender a atravesarlas y asumir las nuevas.

No se trata de cumplir con un guión externo, sino de reconocer que la vida cambia… y que si no nos movemos con ella, el precio no es la libertad, sino nuestro propio bienestar.

Para saber más sobre este tema de las etapas, os recomiendo: Childhood and Society y The Life Cycle Completed de Erikson, E. H.

Quizá tener planes no era tan mala idea

Quizá eso que nos repetían nuestros padres —estudia, trabaja, forma una familia, construye algo tuyo— no era una cadena, sino una forma de darle sentido al tiempo.

Claro que hacía falta revisarlo y cuestionarlo, y quizá también equilibrarlo. Nadie está diciendo que todas las etapas tengan que vivirse igual ni al mismo ritmo. Pero hemos tirado tanto del hilo de la libertad individual, que a veces nos hemos quedado perdidísimos.

Y es ahora, cuando muchas personas se acercan a los 40, es cuando aparece el vértigo.

Mujeres que desean ser madres, pero no se ven capaces de renunciar a la comodidad que han construido. Hombres que evitan comprometerse, que siguen alargando una adolescencia o juventud que ya no encaja con lo que la vida les pide.

No es que no tengan opciones. Es que han perdido el entrenamiento vital para dar el siguiente paso. Y entonces empezamos a tirar balones fuera. Que si la sociedad, que si el trabajo, que si ellas, que si ellos…

No se trata de cumplir etapas por cumplir. Se trata de saber cuándo toca cambiar de etapa.

Y el cambio de etapa no siempre es cómodo. Pero es profundamente necesario.

Hay momentos para cuestionarlo todo y vivir el presente. Pero también hay momentos para construir, proyectar y decidir con madurez qué queremos que venga después.

Tener planes no es de personas cuadriculadas. Es de personas que están vivas, que asumen que la vida cambia… y que ellas también.

Ejercicio práctico: proyéctate 15 años hacia adelante

Te propongo algo sencillo. Visualízate con 15 o 20 años más.

Imagina que han pasado dos décadas desde hoy. Proyéctate hacia ese momento de tu vida según las decisiones que estás tomando ahora: en tu trabajo, en tu vida de pareja (o ausencia de ella), en tu forma de organizar tu día a día, en tu forma de cuidarte o no cuidarte.

¿Dónde vives?
¿Qué haces?
¿Quién está contigo?

Intenta imaginarte en tres escenarios:

– Uno bueno: por ejemplo, celebrando un cumpleaños, viajando, disfrutando con amigos o en familia.

– Uno neutro: haciendo la compra, un lunes cualquiera, en tu rutina habitual.

– Uno difícil: atravesando una enfermedad, un susto económico, un momento de necesidad.

 

Y vuelve a preguntarte:

¿Quién te acompaña?
¿Quién te llama por teléfono?
¿Quién se preocupa por ti?
¿Dónde estás?
¿Cómo te sientes en ese momento?

Este ejercicio busca que tomes perspectiva. Y que entiendas que las decisiones de hoy construyen los escenarios de mañana.

Pruébalo. No cuesta nada. Y puede ayudarte a tomar decisiones con más dirección, más madurez y, sobre todo, más coherencia contigo.

Conclusión

Lo cierto es que ni planificar es de personas cuadriculadas, ni fluir es siempre sinónimo de libertad.

El verdadero problema aparece cuando uno de los dos polos se impone tanto, que deja al otro fuera del mapa.

Hay personas atrapadas en la rigidez, que no saben parar, ni soltar el control, ni escuchar lo que sienten.

Y hay personas atrapadas en una falsa flexibilidad, que no deciden, no se comprometen y viven saltando de estímulo en estímulo mientras sienten que algo no avanza.

El desarrollo personal real —el que tiene los pies en la tierra— no va de perfección, ni de iluminación, ni de flotar por la vida. Va de saber cuándo toca actuar, cuándo toca parar y, sobre todo, cuándo toca crecer.

Por eso este artículo no es un canto a la planificación ni una crítica al fluir.

Es una invitación a darte cuenta de que necesitas estructura para sentirte en movimiento, y que esa estructura no tiene por qué ser impuesta ni rígida.

Puede ser tan tuya como tú quieras, siempre que te permita pasar de etapa, construir algo con sentido y no quedarte atrapado en algo que no te beneficia.

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Anita Balle

Publicista y Autora de este Blog

La parte cotilla de todo esto

Publicista, estudiante de Psicología y Morfopsicología. Aprendiz de coaches y otros mentores. Madre de familia y pareja de ingeniero. Actualmente viviendo en Hamburgo.

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